por: Gery Vereau (*)
Despegué mis ojos y no lo podía creer. Esa fría mañana de otoño, salí a la ventana en matutino ritual de contemplación y me encontré con un enorme copo de algodón de rosado que sostenía el puente Brooklyn de Nueva York. Incrédulo me restregué los ojos pero la imagen seguía allí.
Un enorme copo rosado. Si José Martí lo hubiera visto quizá le habría puesto un poco de dulce y se lo hubiera enviado a su hijo entrañable de otras tierras en la envoltura de “Ismaelillo” aquel dedicado libro de cuentos para niños que, allá en los 1800 y pico, escribiera desde Nueva York, precisamente en su apartamento de Brooklyn.
Aquello no fue óbice para que Martí dedicará una estupenda crónica al célebre puente colgante, moderna reminiscencia de los jardines de Babilonia como de los caminos colgantes del imperio Inca, bajo el nombre de “Los Ingenieros del Puente Brooklyn”, en la que relata que “ dos bravos e ilustres ingeniero (Juán Roebling y su hijo Washington) (..) han alzado entre Nueva York y Brooklyn, sobre las ondas del aire, ese solemne y admirable puente, sutil calzada de gigantesca encajería”. En Latinoamérica el diario La Nación de Buenos Aires, lo publicó en 1883.
Bajé hacia las calle, las mismas calles que recorrieron José Martí y Federico García Lorca a cerciorarme, para ver mejor lo que yo creía ver con los ojos de ellos, ojos de poetas, en ese sorprendente amanecer. Lamenté no tener una cámara fotográfica a la mano. En ese momento el sol empezó a ponerse lentamente y al cambiar la oblicuidad de sus dardos amarillos, rojos bien de mañana, comenzó a desteñir la bruma disfrazada de rosado copo de algodón. La imagen se disipó pero me ha quedo grabada en la memoria.
La misma gráfica me sirvió para, en una suerte de photoshop mental, colocarle un copo de nieve rosado a aquella gris y nebulosa mañana de abril en el que el Brooklyn Bridge recibió al Queen Mary II, la más grande embarcación de lujo construida hasta hoy, que hacía su primer ingreso a Nueva York. No me quedó muy bien, el photoshop, pero hice el intento. Me quedé, me quedo, con el recuerdo de aquella mañana. En cambio la imágen que prevalece es aquella estupenda foto de Vicent Laforet, en portada del New York Times, en la que un resplandor matinal acompaña la al Queen Mary II que asoma la nariz en el fondo del corredor, semiobscuro formado por las avenidas de Manhatthan, de las calles neoryorquinas, en el que algunos autos aún tenían encendidos sus faros.
Hoy vuelvo a recorrer estas calles nevadas y no dejo de creer que con cada estación el puente Brooklyn tiene un encanto distinto y contemplarlo es una forma distinta de enfrentarse a la vida. Si contemplado desde la altura astronauta o desde las profundidades de la religión el hombre es un pequeño átomo, una pieza ínfima en la marcha del universo. Frente a este puente -ahora los hay más grandes, pero el fue el primero, el que abrió el surco- uno no tiene más que decir que la magia creadora del hombre, su tesón, su fe, su voluntad y su inteligencia, es capaz de grandezas sin par.De ese barro, parecen hechos aquellos versos de Federico García Lorca : Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan/y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquina/ al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros. (Nocturno de Brooklin Bridge).
Desde Brooklyn, parado en esta orilla del East River, uno se da cuenta que Nueva York no es sólo Manhattan. Cierto. Pero Nueva Yoork no vibra sin Manhattahn. Todos y todo necesitan estar conectados a Manhatthan. Yo pienso así, parece decir a nuestras espaldas la voz fantasmal de John Roebling, el ingeniero que en 1852 -años ya lejanos, años de ficción- pensó en construir un puente colgante, ¡de acero!, que una a Nueva York con Brooklyn. Que quede claro en momentos así la ingeniería resulta una rama de la poesía o hija de aquella dama, la imaginación, que los franceses llaman “La loca de la casa”.
Pero estas no son empresas divinas sino de hombres llenos de fé y estos portentos, que desafían las leyes de la naturaleza, sometiendo a la física o la gravedad a los designios humanos exigen su cuota de sacrificio.
La dureza de las obras, como en el Canal de Panamá o en el Canal de Suez, reclamaron la vida de muchos de los primeros 600 obreros, inmigrantes todos ellos. Dicen las crónicas que murieron 20. Excavar el río fue un trabajo de titanes pero el río defendió sus dominios sin pausa, quien lo pensaría viendo la plácidez con que sus aguas envuelven nuestra mirada en este invierno, causando accidentes o arremetiendo con la fuerza del aerombolismo, una extraña enfermedad ocasionada por los cambios de presión en el agua.
La primera vida. ¿El primer sacrificio?, que cobró este portento fue la de su creador, John Roebling, que murió consumido por el tétanos luego de que un transbordador aplastara su pie. El río, dicen los supersticiosos, trató de detener la obra echando sobre los hombros del hijo sucesor de Roeblin, Washington, la enfermedad diezmadora. Este, no obstante dirigía la obra desde la ventana de su puesto de mando, durante su convalecencia.
La superstición acompañó a la tragedia, seis meses después de inaugurado el puente colgante, el más grande del mundo en su tiempo, el 23 de mayo de 1883, una mujer que subía por las escaleras de acceso tropezó y gritó al caer. El grito desencadenó el rumor de que el puente se hundía-. El pánico reinante complicó las cosas y 12 personas murieron aplastadas en el tumulto y 35 quedaron seriamente heridas .
El puente Brooklyn fue alcanzado por la superstición y las dudas sobre su resistencia se incrementaron con los días. Una vez más La loca de la casa acudió presta a darle nuevos rumbos a las cosas hechas por el hombre. Un año después del episodio 21 elefantes aparecieron cruzando raudos el puente Brooklyn, conducidos por el empresario circense P.T. Barnum, ante la mirada atónita de los neoyorquinos, para comprobar que la resistencia del puente era única. Aquel día se acabó la superstición y, supongo, hubo doble ración para los elefantes.
Ahora que regresó a mi punto de observación, pasajero, en el sexto piso de un apartamento con magnífica vista al Brooklyn Bridge, me parece escuchar una voz, quiero pensar que es la del ingeniero Roebling, diciéndome que las ideas, los sueños o lo que se llame, pueden mover montañas o .... levantar puentes.
(*) Columnista dominical de diario Hoy de Nueva York.
Gervere12@yahoo.com
Monday, February 07, 2005
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